Érase un superhéroe que un día se dió cuenta de que volaba.
Cuando estaba en lo más alto, con su capa ondeando al viento y sus brazos extendidos, casi sin querer, miró abajo.
Vio todas esas personas tan pequeñas que parecían hormigas, los árboles que parecían
pelusas de un jersey verde que nunca se puso. Y las fuentes parecían lagos vacíos o océanos secos.
Bajó lentamente, con cuidado de no golpear su capa con ninguna farola.
Lo que vio lo desconcertó.
Había muchas cosas malas: gente que tenía miedo, otros que sonreían sin alegría, otros que habían perdido los motivos.
En cambio, también había cosas geniales: personas que se querían, otros que bailaban, otros que ayudaban a los demás, familias sin parentesco.
Y se asustó.
Pensó: "¿Y cómo voy a saber cuando tengo que salvarlos o no?" ya que las cosas malas formaban parte de ellos.
Día a día se fue dando cuenta de que no había nada que hacer. Ellos podían reír, podían llorar, podían fingir...
Pero al fin y al cabo el superhéroe era uno de ellos.
Y aunque podía volar, a veces echaba de menos el suelo.
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